Bien sabe Dios que me he mostrado solidario con los
funcionarios en general y en especial con los de Justicia, frente a los
diferentes recortes salariales que vienen sufriendo.
Y lo he hecho movido por dos convicciones fundamentalmente. La
primera de índole económica. Dicho colectivo representa lo que en términos económicos
se conoce como “factor amortiguador,”, de suerte que el colectivo mantiene su
consumo independientemente del momento económico que toque vivir.
A ella se suman causas motivacionales, por cuanto “tocar el
bolsillo,” a un trabajador es la peor medida que se puede adoptar. La caída en
la productividad es inmediata. Algo normal, ya que al individuo lo acucian una
serie de necesidades y gastos que siguen siendo los mismos. Preocupaciones al
fin y al cabo que afectan a todos los roles. Es menos perjudicial dejar de
incorporar nuevos recursos sobre los que repartir los esfuerzos, pidiendo a los
existentes que “arrimen el hombro,”.
Sin embargo, si tengo que opinar sobre el concepto del
funcionariado en sí mismo, debo decir que lo concibo como una figura de la que se
ha abusado con creces. Dicha condición debería estar reservada a una minoría
dirigente de la función pública, procurando garantizar su independencia política.
Lo cual digo con ciertas reservas, siendo consciente que esta
opción podría derivar en el clientelismo típico de los países latinos, donde
los empleados públicos se suceden en bloque unos a otros al calor de las
elecciones, dependiendo quien las gane y en consecuencia gobierne.
Aunque este mal debe ser relativizado, ya que en aquellos
sistemas el empleo público es considerado precario y se conforma como la última
opción. Incluso haber trabajado anteriormente en una administración puede ser
considerado negativamente por un potencial nuevo empleador. Digamos que ello
favorece el atractivo del sector privado, lo que resulta más que deseable.
Ciñéndome al campo de la Justicia, el cual conozco algo más por mi condición
de abogado, estoy convencido que tiene solución y que además es barata.
Se trata simplemente de hacer un diagnóstico adecuado que
determine la verdadera causa de la enfermedad en lugar de atacar los síntomas.
La
Justicia no funciona porque carece total y absolutamente ya
no de cualquier tipo de política en materia de recursos humanos, sino de cualquier
política organizacional.
Es curioso que la empresa privada opta hoy por hoy por la
estandarización de procesos de manera escandalosa y que paradójicamente esa no
sea la aspiración en la
Administración Pública, cuando se presta
más a ello.
Hoy tras una desagradable experiencia en un juzgado (una
más), volvía a reflexionar sobre el asunto y llegaba a la misma conclusión:
falla la gestión procesal.
Anteriormente he entendido que sería positivo privatizarla,
conservando eso sí, la independencia de Jueces y Magistrados. Soy consciente
que dicha propuesta escandalizaría a determinados sectores y/o grupos de interés,
pero no me cabe duda que sería la llave de la eficiencia.
Otra posibilidad sería establecer criterios retributivos
basados en la productividad. Si bien acepto y comparto que sería sumamente
complicado establecer los parámetros de valoración. Si no todos, la mayoría sí.
El gestor procesal ejerce una labor que en términos futbolísticos
se asemeja a la del centrocampista. A él le corresponde el impulso procesal, “repartiendo
juego,” a jueces, secretarios, procuradores, abogados y ciudadanos. Si el balón se para, lo roba el equipo contrario, que lo representaría el fracaso
institucional.
Debemos entonces preguntarnos por qué no se consigue “mover
el esférico,” de forma fluida.
En unos casos será por verdadera incapacidad. No todo el
mundo tiene aptitudes deportivas, al igual que no todas las personas sirven
para un trabajo en el que hay que ser tan ágil como organizado, aunando una
larga lista de aptitudes y actitudes.
Puede incluso que el individuo no acepte o entienda su
inclusión dentro de una estructura jerárquica. Muchos de ellos acceden a la Justicia sin ninguna
experiencia laboral anterior, y la “cadena de mando,” puede resultarle extraña
e incomprensible.
Y si esto acaece, son de esperar problemas con la delegación. Repetidamente la
primera reacción ante una rebaja de derechos consiste en negarse a redactar
diligencias, providencias o autos, labor que corresponde a secretarios y jueces,
según ley.
No es menos cierto que todos trabajan más o menos, mejor o peor en función del
juez al que estén adscritos: “el juzgado se parece al juez igual que el perro a
su amo,”. Si aquél es motivador, todo marcha. Si sólo ve la negatividad de su
personal, nada camina.
Se verifica en definitiva la “teoría Z,” de William Ouchi,
quien sugiere que los individuos no desligan su condición de seres humanos a la
de empleados y que la humanización de las condiciones de trabajo aumenta la
productividad de la empresa y a la vez la autoestima de los empleados.
Otro punto flaco es el del trabajo en equipo. Un trabajador
de la empresa privada asume con facilidad que no tiene capacidad para elegir al
resto de integrantes de la organización. Por supuesto no a los iguales ni mucho
menos a los superiores, aún cuando tengan menos capacidad que uno mismo. En un
juzgado el hecho de llevarse mal algunos de sus miembros o incluso la
existencia de facciones acarrea todo un bloqueo de su operativa.
No aceptación de la estructura jerárquica, falta de asunción
de tareas delegadas, incapacidad para trabajar en equipo, motivación volátil según
el superior o incluso falta de capacidad son licencias que únicamente cabe
entender por las perversas consecuencias del modelo de gestión funcionarial.
¿Por qué los sindicatos mayoritarios no despiertan interés
entre los funcionarios de carrera? Sencillamente porque no necesitan la protección que les
ofrecen. Su estatus de por sí se lo faculta.
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